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Teresa Zinser: La mujer que transformó la catástrofe en arte

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Todas sentimos el anhelo de lo salvaje. Y este anhelo tiene muy pocos antídotos culturalmente aceptados. Nos han enseñado a avergonzarnos de este deseo. Nos hemos dejado el cabello largo y con él ocultamos nuestros sentimientos. Pero la sombra de la Mujer Salvaje acecha todavía a nuestra espalda de día y de noche. Dondequiera que estemos, la sombra que trota detrás de nosotras tiene sin duda cuatro patas.

Clarissa Pinkola Estés

Es difícil explicar dónde nace la certeza que se experimenta al saber que se está frente a una obra de arte (del que no ostenta marcas, precios, ni credenciales), pero es como un derrumbe que se anuncia, como un temblor innombrable. No se necesita ser crítica de arte: Una sabe, por la piel y por todos los sentidos, que lo que está contemplando (experimentando) es un testimonio único por sus cualidades estéticas y sensibles. Eso es lo que vivo cada vez que estoy frente a una mujer que ha hecho de su vida su propia obra de arte. Eso es lo que me inspiraron Teresa Zinser y su obra maestra: “Quinta María”, refugio campestre enclavado en el Valle de Guadalupe.

En Quinta María se despierta entre pérgolas, vides, granadas y el olor milenario y húmedo del barro. Terrazas, vigas, columnas, tejas, cuadros: todos y cada uno de los rincones de Quinta María guardan un secreto del espíritu indomable de Teresa Zinser. En 1980 llegó a San Antonio de las Minas, que entonces no era más que un valle desierto donde, por 700 dólares, pudo adquirir un pedazo de la tierra a la que tuvo que domesticar como a un animal salvaje para hacerla habitable. “Cuando estaba sola aquí, hace 34 años, de noche la oscuridad era absoluta y mi casita era la única luz que se veía a mitad del valle; cuando escuchaba un coche acercarse, rápido apagaba todo, para evitar ser vista y que me violaran”, nos cuenta, “¡Imagínate si se enteraran de que ahí vivía una mujer sola!” “Ya tenía preparada y estudiada la vía de escape por la puerta trasera”.

Enmarcado por un cálido portón de madera y hierro, justo donde termina el camino rural que conduce a esa zona, comienza el reino majestuoso de Teresa Zinser, oceanógrafa, pintora, arquitecta, artista existencial, criatura ávida y montuna, de temple y libertad incorruptibles. Nacida en Jalisco un 18 de abril, su infancia transcurrió en un rancho donde conoció el valor de la naturaleza y de la tierra. “Yo no soy de la ciudad, y hace 34 años, cuando compré este pedazo de tierra en medio de la nada, mis amigos me decían “estás loca”, pero aquí me quedé, éste es mi hogar, ésta es mi casa, y nadie me la regaló, yo nunca heredé nada de nadie. Apenas hace 5 años que hay luz eléctrica en la zona. La instalaron cuando comenzaron a llegar otros vecinos. Antes acumulaba la energía solar en baterías durante el día para usarla por la tarde”, nos cuenta Teresa.

Al calor de unas copas de tinto que ella misma procesó en una vinícola cercana con uvas de su viñedo, Teresa nos relata cómo llegó hace 34 años a ese lugar único y desértico, que colindaba con un arroyo que se secó hace poco. Sin luz eléctrica, ni ninguna otra clase de servicio, comenzó ella misma, apasionada estudiosa de la arquitectura, a imaginar y erigir poco a poco cada rincón de su casa como se construye una cuidad artemisa con incrustaciones de madera y ámbar. Así, mano a mano con la aridez, la soledad y la oscuridad absolutas, Teresa se entregó a la labor de comenzar a poblar ese rincón inhóspito del Valle de Guadalupe, y a erigir la casa donde acumuló 23 años de su vida, donde convivía con sus olivos, con su obra fotográfica, con sus maravillosos cuadros y los cientos de objetos exóticos que adquirió durante sus innumerables travesías alrededor del mundo.

Pero lo que es del fuego, al fuego debe volver, y un día cualquiera del 2003, un incendio que los vientos de Santa Ana transformaron en un monstruo voraz, envolvió su fortaleza milenaria en llamas. Su casa ardió durante 12 días y 12 noches, hasta reducir a cenizas el último de sus rincones y de todas sus pertenencias. Pero para Las que Arden, fuego y purificación son una misma cosa, así que Teresa, con espíritu indómito e inquebrantable, recomenzó desde cero la labor de reconstrucción de este paraíso, hasta convertirla, 10 años después, en su propia obra maestra: Quinta María.

La casa ostenta una arquitectura de campo. Está construida sobre una elevación, y en su pintoresca cocina se dispersan las herramientas para preparar el café, el té de menta y el desayuno que ofrece a sus huéspedes, conformado por frutas, panes y quesos de la zona. A su lado, la sala de pisos jaspeados en verde, meticulosamente diseñados por la misma Teresa, conducen a los ventanales panorámicos que permiten la vista al cerro incólume con su salvia, sus plantas desérticas y sus enormes piedras pulidas, blancas y redondas, dispuestas en escenarios cuasi surrealistas. Una majestuosa chimenea ancha de cemento pulido comparte la sala con el comedor rojinaranja de lámparas esféricas de papel y coloridas telas mexicanas. Entre sus cuadros, que adornan todas las paredes de la casa, pueden apreciarse figuras pintadas con oleos gruesos que dibujan anclas, cadenas y piezas extrañas de barcos cansados.

Por fuera la casa está rodeada de patios y terrazas, todos cuidadosamente ideados por Teresa para conservar mejor la humedad de la tierra y abrir una diversidad de espacios para comulgar con el paisaje y sus riquezas. Algunas terrazas están cubiertas con techos de vigas de madera, aislados y vestidos con tejas naranjas, sostenidas por arcos medievales y columnas de ladrillos disonantes. En una por ejemplo, es posible contemplar la tarde en una hamaca, en la otra desayunar disfrutando de la vista hacia el cerro. En la que podría ser la más estratégica, es posible tender cuerpo y alma de cara al universo en medio de la oscuridad más absoluta para deleitarse con la magia de la galería celeste y el silencio apacible de la noche.

En un segundo nivel se encuentran el área de la fogata y un hermoso jardín con cactus de formas y tamaños que sugieren deidades. Rodeando la casa hacia atrás se llega al viñedo, y al huerto (que ella misma plantó) donde Teresa corta las naranjas para hacer el jugo con que deleita a sus huéspedes por la mañana. Llegando a una de las terrazas de la parte trasera, uno de los momentos más hipnóticos me ocurrió al descubrir por primera vez los racimos colmados de uvas colgando de las pérgolas frente a las habitaciones, no menos exquisitas. Justo atrás del techo onírico de uvas rojas y verdes rodeadas de aves y abejas, remonta un breve cerco de árboles iridiscentes de granadas rojo carmesí.

En su juventud Teresa combinaba la vida silvestre en su jardín encantado y salvaje con estudios de pintura en la Academia de San Carlos, infinitas lecturas sobre el arte de la arquitectura y viajes alrededor del mundo. Teresa decidió no tener hijos. Sus hijas son las vides y los olivos, sus cuadros, sus huertos y las viudas negras que tejen sus nidos entre las rocas que ella misma dispuso estratégicamente, con una gracia exquisita, sobre los límites de las terrazas y los patios de Quinta María.

Es que Teresa Zinser es la Mujer Salvaje que describe Clarissa Pinkola en Mujeres que corren con los lobos; la que rompe con los mandatos de género para erigirse un destino a su medida, atendiendo al llamado de voces milenarias; la que no le sirve a nadie que no sea su propio amor incendiario por la vida; la avezada arquitecta y única autoridad de su paraíso.

Es que para domesticar al cerro y a sus hijxs se necesita andar con la sombra en cuatro patas. Es que para enfrentar un incendio voraz primero hay que arder por dentro. Es que para reconstruirse a una misma hay que conocer el bramido de la oscuridad y reconocerse en él. Es que Teresa Zinser es su propio animal. Es que Quinta María es Teresa Zinser. Es que una sabe, con toda la piel y los sentidos, de pie frente a su vida, cuando ha hecho de ella una obra de arte.

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®Imágenes por: La que Arde

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